¿Recuerdan la película Blade Runner? ¿La escena donde el replicante, consciente de su fin inmediato, relata los sucesos extraordinarios y fascinantes que ha contemplado durante su ajetreada vida?
Les aseguro que yo también he visto cosas que nunca creerían.
He visto pedirle a un paciente que diga cuántos kilos había perdido, justo al acabar de explicarnos cómo estaba engordando. ¿Por qué? Por que sólo oímos la historia que queremos oír.
He visto ametrallamientos con preguntas encadenadas, como el concurso de la rosca de palabras, y dirigidas para cuadrar una sospecha clínica. ¿Por qué? Porque nos conviene llevar al paciente a un lugar donde nosotros, y no ellos, estemos cómodos con el relato.
He visto salir de la habitación a médicos con una construcción fisiopatológica interesantísima que nada tenía que ver con el problema real del paciente, pues el meollo no estaba en sus órganos sino en su vida. ¿Por qué? Porque nos hemos olvidado de que las personas vienen a nosotros con ideas, expectativas y miedos, y no sólo con dolores y molestias.
He visto, al final, demasiada pérdida de tiempo por no entender nada de lo que estaba ocurriendo. Nos hemos olvidado de hablar.
Las entrevistas clínicas se parecen cada vez más a interrogatorios patibularios, a los que sólo les falta una silla baja, un flexo acusador y mucho humo de cigarrillo de matón flotando en la escena. Buscamos por encima de todo crear un modelo teórico que confirme nuestras suposiciones médicas, sean correctas o no, olvidando el acto de conexión, verbal y no verbal, que siempre se tiene que desarrollar entre las dos partes. Este momento es clave en todo el proceso médico: sin tener claro lo que de verdad le está ocurriendo al enfermo, que no siempre es lo que cuenta, poco le podemos aportar. Incluso es posible que el enfermo no esté enfermo, una paradoja con la que estamos más que familiarizados.
Cambiemos la perspectiva: ¿y si el paciente no cuenta una historia, sino que tiene una historia? Ésta, que va más allá del relato hablado, es la que nos interesa. No se extrae por medio de una entrevista, sino a través de un diálogo, que además del texto (lo que se dice), tiene un contexto (cómo, cuándo, por qué, dónde) y un subtexto (la emoción implícita, los afectos, etc.).
El enfoque va más allá de formar una retahíla de signos y síntomas que cuadren con una teoría médica razonable, que es necesaria pero que debe generarse en paralelo. Se trata, por encima de todo, de abrir un canal de comunicación que nos permita establecer una relación de confianza y posibilitar que una persona nos de acceso a su mundo interior y, al final, a su historia. A la de verdad.
Hablamos de diálogo, de confianza y de respeto.
¿Complicado? No, lo hacemos a diario pero se nos olvida según pisamos el hospital.
Interrogamos y entrevistamos, pero no dialogamos. Claro que debemos hacer preguntas e interesarnos por los aspectos médicos, pero no de una manera emocionalmente asimétrica. No se trata de sonsacar información, sino de obtener el permiso para que sea liberada y expuesta, en virtud de una relación de confianza entre las dos partes. Y ésta sólo puede surgir a partir de un cierto grado de empatía. Para contar lo íntimo, para decir lo que nadie sabe, para tener acceso a la vulnerabilidad de la persona. Escuchemos las palabras, los gestos, las miradas, lo que se afronta y lo que se evita. Lo que se dice sin querer decir. Sin juzgar. Guiando pero sin acorralar, dejando que diga lo que tenga que decir, nos cuadre o no, sea relevante o no. Es en este momento donde ganamos o perdemos el respeto necesario para seguir avanzando. No en la historia médica, que es parcial y sesgada, sino una historia completa que va más allá de la clínica: en nuestra historia humana.
Es todo un aprendizaje. Sentarse, mirar, crear el puente e invitar a cruzarlo.
Y sí, sé que hay dificultades, por mucha voluntad y empeño que le pongamos.
Porque necesitamos tiempo, espacio y presencia.
Tiempo, eso tan intangible, tan despreciado por los creadores de agendas que asumen que la mayoría de las personas tienen problemas banales y que se pueden resolver en minutos. No. Los problemas, sean banales o no, no se resuelve en virtud del tiempo, sino en función de la calidad de la solución. A veces lleva un minuto, a veces un mes. No podemos medir con relojes la calidad de lo que hacemos. No reclamemos tiempo, sino oxígeno, que es muy distinto.
Espacios nobles, sin intrusos, sin miradas y donde el garante de la intimidad sea algo más que una cortinilla por donde se fuga toda privacidad. ¿Cómo ser sinceros y francos sin ese mínimo? Espacios, en sentido literal y figurado, de expresión.
Y presencia. Estar. Escuchar. Mirar. Atender. Y sólo después preguntar. Y preguntar por lo que se dijo sin decir, aportando la prueba de que estamos en ese momento y ese lugar sólo por un motivo y nada más. No hablamos de tecnología, que aquí generalmente estorba, sino de una actitud y de un modo de entender en qué consiste, de verdad, nuestro trabajo.
Soy consciente de las limitaciones que tenemos de tiempo y espacio, aunque también afirmo que el problema no ocurre sólo en escenarios de consultas abarrotadas ni en las urgencias de madrugada. En esos entornos la prioridad cambia y es evidente que las necesidades pueden ser otras. Y sí, hay personas con las que es imposible conectar por más intención que le pongamos. Hay de todo.
Pero de lo que hablo es de esta necesidad imperiosa de “humanizar” la medicina y de la reflexión profunda que hay que hacerse durante todo el proceso educativo: ¿cómo es posible que haya que humanizar lo que es de por sí naturalmente humano? ¿Dónde nos hemos perdido? ¿Hemos creado un sistema que nos embrutece y nos aleja de lo que somos?
Ignoro las respuestas.
«Lágrimas en la lluvia», el monólogo final del replicante de Blade Runner, ha servido desde su creación para ilustrar la posibilidad de lo inverosímil. Una vez más se cumple cómo lo más simple se convierte en lo más difícil. Lo tenemos delante: tiempo, espacio y presencia. Sencillo.
Y la tercera, la presencia, está en nuestras manos. Evitemos esas lágrimas, que nunca pasan desapercibidas aunque llueva.