Estoy sentado en la consulta, detrás de la mesa. Entras inquieta, con un buenos días automático y revolviendo el bolso para sacar unos papeles arrugados. Con un gesto te invito a sentarte. Ya, en la silla, despliegas todo el material y me dices que tienes unos análisis que te has hecho, que ya te dieron los resultados, y que a ver qué sale en ellos.
Pero hay un problema.
Yo no te conozco de nada.
Y tu a mi tampoco.
Es la primera vez que nos vemos.
Y esto no puede empezar así.
Me incorporo un poco más en la mesa, te miro directamente a los ojos y paro esta locura.
-Buenos días, Julia. Soy el doctor Rascón, de medicina interna. Antes de que me enseñes estos análisis, vamos a hablar un rato. Cuéntame qué te pasa.
Y, tras esos segundos de desconcierto, finalmente sales del fuera de juego y comprendes todo, te olvidas de los análisis y empiezas a hablar.
Y hablas. Y me cuentas lo que te duele, lo que te preocupa, lo que no va bien. Cuándo empiezan los problemas, cómo se inicia tu viaje por todo este bosque oscuro de médicos, citas y pruebas. Oigo la frase maldita, esa que tanto daño hace: nadie me dice lo que tengo, pero yo no estoy bien. Tal vez estamos media hora, veinte minutos, no lo sé porque no miro el reloj. Voy dirigiendo tu relato con algunas preguntas concretas que me ayuden a dibujar el mapa que se va perfilando en mi cabeza. Espero a que acabes. Te veo liberada, me cuentas además cómo esto no sólo te afecta a ti, sino a tu pareja, a tus hijos, a tu entorno. No es fácil abrirse a un desconocido ni contar las miserias amargas de nuestra vida a alguien que supuestamente sólo iba a mirar analíticas. Confías, lo noto. Estoy contento por ello. No sé si podré ayudarte, pero al menos yo no voy a ser un problema más en tu camino.
Te explico lo que creo. Miro los análisis, encajan algunas piezas del rompecabezas. Tengo un par de teorías en la mente, y con dos o tres datos que me diste sin que fueras consciente de ello (esas perlas que aparecen cuando alguien habla sin presión), tengo mi juicio clínico bastante armado, coherente. Así que ya tenemos por dónde empezar.
Ahora me escuchas tu. Te veo atenta y sigues el razonamiento. Te dejo un volante para la prueba que nos puede ayudar a esclarecer el misterio. Te levantas y antes de irte, me miras a los ojos y me dices:
–Gracias, muchas gracias por escucharme.
Asiento. No hay de qué. En realidad, es mi trabajo, pienso.
Por desgracia, esta historia no es única, ni aislada. Cada vez es más frecuente. No nos escuchamos. No conectamos. No estamos presentes. Julia ya ni siquiera lo intentó. Como aquellos ratones experimentando la indefensión aprendida, creyó que sin ni siquiera intercambiar una palabra, mi trabajo era mirar a todos lados menos a ella. Como si eso fuera suficiente, como si a una persona la pudiéramos reducir a valores dentro de un intervalo de confianza, como si un simple papel lo explicara todo.
Siempre nos preguntamos cuál va a ser la apuesta de valor del médico del futuro. Nos guste o no, las máquinas van a hacer cosas mucho mejor que nosotros. Van a ver a través de la piel, van a calcular nuestros números en tiempo real, van a saber cuándo se nos cierran y se nos abren las coronarias.
Pero no dejemos que sean ellas las que nos tengan que escuchar. Está bien preguntarle a Alexa dónde está el restaurante más cercano de comida japonesa o qué tiempo nos espera el fin de semana.
Pero no lleguemos a tener que preguntarle por qué esta mañana no me quiero levantar de la cama. Por qué ya no deseo ir a mi trabajo. Por qué hoy llueve fuerte en mi vida aunque en la calle luzca un sol espléndido. Por qué siento que tú, Alexa, eres la única que me comprende, la única que responde.
La única que, sin mirarme, me ve.
Gracias por escucharme.