El verano eran los meses del aburrimiento y de la aventura en diferentes proporciones. El ritual que comenzaba buscando las agujetas tras el reencuentro con la bici, que por entonces sólo era de una marcha y de la marca BH, o quizás Derbi, y recorrer las mismas calles una y otra vez, comprobar los cambios y actualizar el mapa mental del pueblo en la cabeza, cruzando sus límites en solitario o con la pandilla de turno, si la había.
El verano era una tienda de supervivencia con neveras que más que enfriar, se dedicaban a meter ruido. En la calle, un eco contínuo y lejano de gritos infantiles y chapuzones en las piscinas de los demás. Un kiosko donde se vendían periódicos, cucherías o cigarrillos, en función de la hora y del cliente, que con frecuencia se interesaba por todos esos productos a la vez. Un jinete del oeste americano que cabalgaba entre trompetas por los balcones de esos engendros diseñados para enjaular humanos, con las luces intermitentes de los televisores como únicos faros en la oscuridad. Un cúmulo de olor a fritanga de chiringuito mezclado con aquellos aceites solares, de una textura tan pringosa como inolvidable, especialmente cuando la arena formaba parte de la fórmula alquímica como único y accidental factor de protección.
Era en el verano, y no en la primavera, donde los amores de los dieciséis años se fabricaban antes de las dos de la mañana, porque después el aire se llenaba de peligros.
Todo consistía, en realidad, en un ensayo general de cómo ser mayor pero sin serlo, a golpe de garrafón y de pintalabios, ambos definitivamente excesivos. Mientras no se cruzara la puerta hacia el otro lado de la discoteca, donde las luces no eran bienvenidas y donde la música era una introducción, más o menos previsible, a la miseria y a la tragedia de engancharse a la peor compañía posible, todo podía darse por satisfactorio y nadie te iba a regañar demasiado.
El verano, si eras un raro al que no le gustaba la playa (lo que no es incompatible con amar el mar ni dejar de tenerle por el único confesor válido), los libros eran una buena tabla de salvación. Poirot y otros personajes afines hacían soportable la eternidad después de la siesta, en esa hora infernal en la que sólo las cigarras, probablemente enloquecidas de deseo, son capaces de decir algo coherente. Lástima, porque en aquella época no había redes que conectaran las rarezas entre sí, o tal vez tuvimos el privilegio de ser anónimos una vez y aquello fue una bendición. Tengo mis dudas al respecto.
Ahora ya no sé cómo es el verano. Yo sólo lo miro a través de los ojos de mis hijos y me conformo con oírles felices. Me buscaría un escondite hasta octubre, un bunker de hielo que me proteja de una idea de las vaciones que no comparto y de la necesidad imperiosa de tener que decir que te escapas de algo que no te gusta, que no parezcas todavía más raro de lo que eres. Parece ser que en el verano, una vez alcanzada la edad adecuada, es obligatorio huír, fundamentalmente de tu propia vida, y con la paradoja de que, al menos en mi caso, la alternativa de una cárcel de noches de insomnio empapado en sudor me resulta de lo más inquietante. No digo que no me gusten las raciones de sardinas ni las puestas de sol desde la orilla. Pero a partir de ese punto, y hasta donde los recuerdos son aceptables, sólo espero con impaciencia la llegada siempre tardía del otoño, para poder respirar y liberarme de mi supuesta libertad.