Las matemáticas tienen la virtud de expresar la complejidad y la belleza propias de la naturaleza de una manera precisa y clara. Una fórmula, bien en su versión escrita o transformada en un objeto visual, esconde en sus entrañas verdades que unos ojos bien entrenados son capaces de ver y disfrutar. Esa elegancia, de la que en ocasiones se habla cuando se plantean soluciones ingeniosas a problemas difíciles, refleja la capacidad de representar una determinada realidad de manera universal e independiente para cualquier observador; una recta, un plano o dos paralelas son conceptualmente iguales en cualquier parte del mundo, sin importar el color, el grosor o el tipo de material del que están hechas. Una abstracción que nos ayuda a comprender cada pequeña parcela del universo.
Las dinámicas humanas no se escapan a estos principios. De hecho, quizás sean sus principales valedoras. Y cuando hablamos de organizaciones todo aparece más claro, una vez diluido nuestro ego de individuo sensible dentro de una multitud lo suficientemente amplia como para generar la tolerancia de lo impersonal y resultar menos dolorosa la caricia venenosa de la realidad.
La asíntota: el límite visible al que nunca se llega
Hablemos de las asíntotas, esas líneas rectas que marcan un límite y sobre el que una curva tiende a acercarse, aproximándose cada vez más pero sin ninguna esperanza de tocarla por mucho que viaje hasta el infinito.
Puede ser un techo, o un suelo, visible o invisible pero, al fin y al cabo, no deja de ser un muro infranqueable a pesar de nuestro avance. Y esto, extrapolado a una organización (siendo la sanitaria una variante más y en absoluto la única), nos deja una fotografía matemática de una realidad dura y amarga: trabajamos, vivimos y casi hasta amamos en organizaciones asintóticas.
Nos hemos acostumbrado a ellas, tanto que hasta nos parece lo natural. Es, en el fondo, como la vida misma. Uno nace y, en el mejor de los casos, avanza de la mano de alguien por la infancia, luego pasa como puede por las turbulencias de la adolescencia y crece progresivamente hasta que se estabiliza y entra en un escenario de comodidad horizontal, el estado adulto, en el que ya sólo caben ligeras variaciones, más o menos perceptibles, pero por lo general nada trepidantes y con la emoción y la ilusión por el trabajo sepultadas en el subsuelo. Esperando a que llegue la libertad, en forma de lotería o jubilación, lo mismo da, pero ya instalados en un modo de piloto automático que garantice la supervivencia y poco más.
Cuando nos acercamos a esa línea, los pasos son cada vez más costosos y recuerdan a la parálisis angustiosa y desesperante de los sueños; ese querer y no poder, con piernas de plomo, en medio de un tiempo denso y agobiante. Y para colmo, ya ni siquiera ese caminar agónico nos lleva hacia el objetivo o hacia nuestra visión original, sino que nos acerca, con la promesa falsa de traspasarlos, a los límites marcados por la propia naturaleza del sistema. Hasta nos llegamos a creer que esas fronteras son impuestas desde fuera, como un campo vallado por algún ser malvado, por unos enemigos siempre al acecho, por entes externos sobre los que por desgracia no tenemos control, sin entender que proceden, en su mayoría, de una carga genética profundamente determinista.
Si resulta evidente que jamás llegaré a ser barítono en la ópera, ni jugador de baloncesto fuera de cualquier patio de colegio abandonado, y que esos límites vienen impuestos de manera obvia por mi manual de instrucciones, ¿por qué cuesta tanto entender que el genoma de la organización condiciona sus límites más toscos y definitivos? Ese material genético es sin duda muy complejo, pero grosso modo parece hecho de personas, de estructuras y de valores.
Las organizaciones y las personas
¿Cómo se escogen, qué tal se sienten y qué reciben a cambio de su esfuerzo esas personas? Ahí tenemos el primer ladrillo del muro, porque el coeficiente de elasticidad está demostrado que se si se supera con creces, se acaba rompiendo el alma, y sabemos por experiencia propia o ajena que las almas rotas no vuelan nunca más.
¿Sólidas o líquidas? Estructuras, algunas bien visibles y palpables, como salas de espera del siglo pasado flotando a la deriva sobre un mar invisible de normas más o menos absurdas que acotan el terreno de juego y sus reglas. Pequeñas cárceles a medida de quién sabe qué mentes. Pero eternas, permanentes, bien atornilladas a las entrañas del sistema.
Y valores, por lo general tan frágiles y descuidados que cuando mueren de inercia, se sustituyen de inmediato por frases hechas alimentadas en criaderos de powerpoints, tan vistas y manidas que parecen el resultado de un experimento descontrolado de clonación ultrasecreto. Seguro que existe un cementerio con sus cadáveres bajo tu despacho.
Pues en esta fábrica y con estas agujas se teje la realidad del día a día. Bufandas, abrigos y jerseys, con más o menos gusto y con algunas variaciones en los colores y los patrones. Bueno, en realidad, lo que queríamos era hacer el abrigo definitivo con el que pasar los inviernos, ese que bajo la promesa de una calidez extraordinaria y un éxtasis de los sentidos nos hacía caminar con ilusión, pero… ya lo iremos haciendo poco a poco, que ahora no es el momento, ¿verdad?
Durante un tiempo, o en algunos casos, durante toda la vida, crees que esa estabilidad, ese hacer poco a poco, esa parsimonia en la que “ya se verá”, “ya lo hablaremos” y “enseguida lo pondremos en marcha”, es el propio devenir natural de las cosas. Hasta que la píldora roja te estampa con la realidad: estás ya en el camino hacia ninguna parte, hacia la asíntota, hacia el límite.
Llegado el punto de madurez, te encuentras con que la realidad alimenta más que la utopía y que girar en la rueda del hámster quizás pueda ser soportable pero no aceptable.
Pero aún hay más.
Y es lo peor.
La ilusión de la estabilidad
El problema es que la asíntota es ilusoria. La maldición de Einstein la envuelve, aquel que nos hizo entender que todo depende del marco de referencia que utilices para calibrarlo. Tomando prestado uno de esos ejercicios mentales que tanto le gustaban, imaginemos a una persona de pie metida en un ascensor. El ascensor puede estar quieto o moviéndose a velocidad constante, pero ambos escenarios son indistinguibles para la persona que está dentro, sin ventanas, y que tiene al propio ascensor como su marco único y fijo de referencia. Sólo desde fuera, desde otro marco referencial, comprobamos si respecto a ese nuevo modelo, la cosa se mueve o no.
Por eso, desde dentro, los viajes hacia las asíntotas se perciben como un estado de velocidad de crucero, estable, con ligeras subidas o bajadas de altitud, pero en el que todo está moderadamente controlado y más o menos quieto. Esto es así porque nuestra referencia sólo es interna y, al igual que si viviéramos en una cueva, no percibimos que el exterior sigue evolucionando a un ritmo implacable sin importarle lo más mínimo lo que hagamos con el nuestro.
Y, a medida que el exterior evoluciona y cobra más distancia respecto a nuestra trayectoria, resulta evidente que una organización asintótica está en un descenso inexorable, a un ritmo de caída igual o superior a la distancia que lo separa de la realidad de la que se aleja. En un entorno en el que lo único constante es el cambio, no resulta conveniente, aunque algunos lo prefieran, escoger como referencia algo diferente a la realidad. No sirve más que para retrasar y hacer perder el tiempo a los que han elegido el susto en vez de la muerte.
La cuestión no es aquí culpar o justificarse con un nuevo agarradero surgido de una conversación de barra de bar, sino tomar consciencia de por qué estamos donde estamos en cada momento, de por qué no podemos avanzar y, sobre todo, averiguar si es razonablemente posible esperar un cambio espontáneo. Al fin y al cabo, esa genética organizacional es, en teoría, modificable.
El auténtico margen de maniobra
Las asíntotas son límites, en sí mismas ni buenos ni malos, con los que unos pueden sentirse satisfechos y otros frustrados, pero que en nuestro medio y en un escenario sin frenos tampoco parecen ser lugares aconsejables para instalarse. Me pregunto si estamos dispuestos a entender que para no alejarnos de la realidad, para seguir y responder a las demandas de un entorno variable, las personas y las estructuras deben ser de naturaleza flexible y deben sostenerse sobre un conjunto de valores que nunca deben alejarse del propósito que nos animó a caminar.
¿Podemos elegir o cambiar a las personas más adecuadas para llegar al objetivo? ¿Y las vamos a poner en valor? ¿Las vamos a cuidar? ¿Vamos a intentar que disfruten haciendo lo que les gusta?
¿Estamos dispuestos a establecer y adaptar nuestros andamios mentales y físicos de acuerdo a los tiempos? ¿Dejaremos caer jerarquías y rutinas que ya no sirven? ¿Tendremos la humildad de aceptar que siempre estamos equivocados y que progresar es renunciar a las creencias que nos frenan?
¿Nos creemos de verdad que la innovación es un valor central e inexcusable en cualquier sistema que quiera ir más allá del estado de simulacro? ¿Vemos que si no estamos ensayando y mejorando es que estamos definitivamente muertos?
Si la respuesta a alguna de estas preguntas es negativa, malas noticias; el fin es un hecho seguro y vendrá en forma de disrupción, un eufemismo moderno que camufla una destrucción dolorosa pero necesaria y que elimina de manera drástica todo lo obsoleto. Renovarse o morir nunca tuvo tanto sentido, aunque visto el nulo interés por el cambio y ese gusto morboso por lo rancio, lo única posibilidad acaba siendo abandonar la asíntota y saltar hacia otra nueva, quizás más alta, quizás con más recorrido, o explorar, si el cuajo lo permite, la tuya propia. Sí, todos en realidad tenemos límites que no nos da la gana explorar, excusándonos en lo que viene de fuera. Y siempre hay algo que viene de fuera cuando no quieres mirar dentro, como guinda de un pastel que no da más de sí.
Me pregunto si la escalera hacia el cielo no es sino una sucesión de escalones asintóticos desde donde decidimos en cada momento subir, bajar o sentarnos a contemplar la vida pasar.