Mentía Gardel, aunque fuera a todas luces con piedad y sin pretender convencer a nadie, al asegurar que veinte años no son nada. Resulta evidente que el examen sincero del pasado y, sobre todo, de su significado, nos puede dejar al borde de un abismo de dudas tan inquietante como molesto. Pero, peor que saltar y quizás atragantarse de incertidumbre, es quedar fosilizado en el borde, agarrado al clavo ardiendo del miedo y respirando el veneno goloso de la comodidad.

Veinte años desde que entré en la casa que hoy abandono. Aquel licenciado en medicina que quería ser médico, aquellos ojos que buscaban entender, aquel saco de ilusión al fin dispuesto a hacer lo que se supone que había venido a hacer al mundo.

Y así fue. Son Dureta no fue ni una casa ni un hospital, porque al final un edificio no es más que un techo sostenido por ladrillos más o menos bonitos. Fue mi hogar, un espacio sentido donde importa más el contenido que la estructura. A su alrededor se fue tejiendo la madeja de mi nueva historia, fresca y libre, intensa a ratos, dolorosa muchas veces, pero siempre viva a pesar de tener que bailar con la muerte con más frecuencia de lo que uno quisiera. Aprendíamos coleccionando cornadas en el alma. Nuestro trabajo exige no encariñarse demasiado con el sufrimiento y disfrazarse de supuesta integridad. Pero como esto, al final, sólo consiste en intentar mejorar la vida y atenuar la maldad, mejor hacerlo desde esos breves momentos de serenidad en que comprendes lo efímero de la existencia.

Y el niño se hizo menos niño. Seguí jugando con mi coraza de metal y pasé de curso. Tuve suerte, mucha suerte, porque en ese camino nunca estuve solo. Mis guías, mis maestros y las luces que me acompañaban sacaron lo mejor que llevaba dentro, amortiguando siempre mis caídas. Sentí que podía aportar algo valioso, y eso me hizo feliz. Mientras, el destino me arrancaba la piel con una mano y me bendecía con la otra, pero para eso está la familia, para amasar con ellos los jirones de tu tiempo. Ya sabemos que una pena compartida es menos pena, pero las alegrías, cuando las repartes, se multiplican. Misterios.

Y aquel chaval, hipermétrope pero sensible, creció un poco más, hasta que por encima de la valla de la rutina vio otros mundos a lo lejos. La curiosidad fue más fuerte que el vértigo, lo justo para saltar al otro lado, correr, y tocarlos con los dedos del corazón. Me enamoré sin remedio de las maravillas que descubría, y más de las que imaginaba. Y mi hogar se volvió gris. Ya no me acogía. Ya no estaba. Ahora resulta que tenía un trabajo en vez de una misión. Una suerte para muchos y un castigo para mí.

Sentí al duendecillo cabrón de la conciencia susurrándome sus verdades obscenas al oído, primero de madrugada y luego a todas horas, sin piedad, sin dejarme dormir ni permitirme vivir. Me decía que aquellos pasillos ya no eran míos. Que mi mente viajaba demasiado. Que debía elegir, como buen Piscis (escéptico hasta que el cerebro se apaga por agotamiento), si seguía mi camino o el de los demás, si me tiraba de cabeza o me dejaba caer, si lo apostaba todo o me quedaba sin nada.

Ahí lo tienes. El espejo. Mírate y habla. Dime qué te hace feliz, dime qué te mueve, dime por qué luchas. Y decide. Y no te engañes más.

Y por eso, cuando en medio de todas las alarmas se abrió la salida de emergencia, salté. Una vez más, como en tantas otras ocasiones ganadas y muchas más perdidas. Pero allá vamos. Con la mirada del niño con su juguete nuevo y un lienzo en blanco para pintarlo como le de la gana mientras chapotea sin pudor en lo que le llena.

Te dejo, Son Espases, aquel lugar antes conocido como Son Dureta. Te has llevado casi la mitad de mi vida, y mira bien, porque la tengo repartida por tus entrañas. Me has dado lo que soy y ojalá te quede algo bueno de mi recuerdo. Me despido con un cariño enorme y sincero. Pero ya sabes que hace tiempo que mi música ya no es la tuya, que hay demasiadas notas disonantes para tocar algo juntos, que tú y yo ya no estamos para más promesas vacías. ¿Qué podría decirte? Gracias por lo vivido, gracias por lo aprendido, gracias por todo.

Es hora de marchar. Quizás nos volvamos a encontrar, pero por si acaso no es así, mejor lo dejamos como amigos. Que veinte años, diga lo que diga Gardel, son muchos.

Y sólo permíteme un consejo: olvídate de los números y recuerda los tiempos en que nos mirabas a todos la cara. De verdad. Inténtalo.

¿Nos deseamos suerte?

Claro que sí.

Gracias.


Image by Harut Movsisyan from Pixabay

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