Confiaba en que la humedad del otoño y la lana de las mantas salvaran el poco calor que compartíamos. Pasaba horas recordando los buenos tiempos, demasiado lejanos para obviar la distancia, aunque tan vivos y presentes que seguían enganchados a la carne. Hablábamos sin decir nada, usando palabras cautas que nos alejaran del inesperado abismo de tristeza que surgió delante del sofá. En el fondo alimentábamos al agujero negro con su plato favorito: el lenguaje del miedo.
Nada de eso servía para resucitarnos. Era una historia acabada, como tantas otras, que buscaba ansiosamente un fin, porque los muertos ni callan ni descansan hasta que se les despide con un buen entierro y un mejor funeral. La única originalidad era la dedicatoria personalizada que el dolor nos grababa cada día en la piel con su aguijón de realidad.
Te acabas de marchar. Con la detonación de la puerta al cerrarse en las narices de tu ausencia, yo dentro de casa, tú fuera de mi vida y nuestros corazones convertidos en metralla, he sentido que ese sonido no era un otro ruido sin más: era una señal, y mi error, desde el principio, fue confundirlos.
Me equivoqué al suponer que tus silencios eran una expresión de confort, que las medias sonrisas eran sonrisas a medias, que pasabas la noche en vela porque tu jefe era un imbécil y que tus manos no buscaban las mías por culpa del cansancio, la explicación cómoda y conveniente para evitar el análisis de las miradas esquivas y de los besos de plástico. Resulta ahora evidente la desidia que llenaba cada rincón de nuestra cama, secuestrada en un espacio que sólo servía para dormir sin soñar. Nos hundíamos en un mar hecho de olas aplastadas por la desilusión, lleno de tiburones en el fondo de cada plato de sopa recalentada y sólo saliendo a la superficie para respirar por respirar y quedar varados en la nada de los domingos.
No le hice caso a la canción que sonaba de fondo y la única que se atrevía a opinar: un bolero de letra agónica donde el amor muere despacio quemado por las brasas de su propio aburrimiento. En vez de mirar y ver sólo escuchaba mi tormenta interior hecha de negaciones y cegueras. Acabamos empachados de una soledad gris, enorme e indigesta que se expandió por dentro hasta ocupar todo el espacio destinado a quererse.
La supervivencia se basa en diferenciar las señales incómodas, que alertan de la amenaza, del ruido dulce y meloso que nos inyecta su anestesia de justificación. No sirvió mirar al cielo y dejarse llevar por un mapa de estrellas que tenía por amigas y sabias. Ahora que te has ido y que toda la fantasía se ha convertido en una losa de cemento sobre mi conciencia, las acuso inútilmente de traidoras y culpables. Me espera la soledad para cenar y debo prepararme, porque todo el ruido que deja tu vacío me está haciendo llorar, y estas lágrimas son, sin duda, la señal del necesario final.