El yin y el yang representan la complementariedad de los opuestos dentro de la armonía del círculo. Refleja cómo los humanos fragmentamos la realidad para poder digerirla. Es nuestro modo de interpretar una verdad del todo esquiva e irremediablemente aproximada. Lo bueno sólo se entiende cuando miramos a lo malo; la tristeza no tendría cabida sin experimentar la alegría; lo elevado necesita algo en el abismo para tener sentido.
En estos tiempos revueltos donde las máquinas empiezan a parecerse un poco más a los androides de los libros antiguos de ciencia ficción, sufrimos una dicotomía existencial y perversa: es imprescindible elegir bando. O eres robot o eres humano. O eres de los nuestros o eres nuestro enemigo. Así de claro.
Como alternativa a esa etapa que muchos imaginan poblada de cyborgs patrulleros vigilando las calles y perros de metal velando el sueño de nuestro hijos, el humanismo digital suena como un susurro de fondo, una voz lejana y dulce que no acaba de calmar nuestra inquietud. Debatimos sobre si las máquinas serán capaces de sentir o de emocionarse. ¿Tendrán consciencia o conciencia, si pensarán sobre ideas, soñarán, no ya con ovejas eléctricas, sino con escenas acaloradas de ciberpasión antropomórfica?
Y nos preocupa que sean capaces de tomar decisiones incluso mejor que nosotros. Que sepan, que entiendan, que opinen. Que un manojo de cables mal soldados le haga sombra a un puñado de carne es inadmisible.
Nos asustan porque en el fondo asumimos que, como producto humano que son, tendrán un punto de fragilidad. Vamos a replicar las vísceras con tal precisión que serán indistinguibles de nuestra bilis y entonces, lo imprevisible y volátil que impregna nuestra esencia nos hará desconfiar. El algoritmo, ese pensamiento artificial, materializado en actos quizás buenos, quizás oscuros.
El algoritmo tiene valores. El algoritmo lo sabe.
Pero el humanismo digital no va de apocalipsis ni de distopías cibernéticas. Va de liberación, de crecimiento, de expansión. Va de aprender de los patrones que la naturaleza nos oculta; de hacerle fotos al universo del pasado para entender cómo podemos dibujar el futuro; de quitar los demonios que se agarran a las entrañas de tu cuerpo sin necesidad de abrirlo en canal; de sacar a bailar a tu chica desde la otra punta del mundo para arrancarle una sonrisa por la cara; de entender el camino que seguirá el huracán antes de que decida pasar a saludarte; de llevarte por el aire mientras duermes; de traerte tu pastel de conocimiento para que te lo meriendes sin salir de tu casa.
No nos gusta reconocer que este primer mundo es tan cómodo gracias a un andamio invisible de electrones que lo sostiene; que la nevera y el microondas son los abuelos un ordenador que calcula la estructura del puente por donde pasa otro ordenador que dirige tu coche; que me lees y que te leo gracias a algo que ahora nos parece despreciable porque nos roba nuestro tiempo juntos; que resulta que final nos conoceremos porque una ristra de ceros y unos pintarán entre nosotros un corazón de colores y una puerta que se abre. Y poco importa de dónde vengan esos números si al final la cruzamos.
Elegir es pura ficción. Humano o digital son sólo interpretaciones de las posibilidades que se materializan en un universo que se ríe de nuestra soberbia. Después de sembrar con las manos desnudas, de llenarnos de callos con las azadas y de asustar jilgueros con el tractor, el espantapájaros huye despavorido con la llegada de las abejas de aluminio. Les tenemos afecto a las máquinas viejas porque no las vemos amenazantes; aquella radio antigua, el coche del abuelo, el molinillo de café. Pero las nuevas, las que se parecen tanto a nosotros, las que nos miran a los ojos, las que se atreven a sonreír, esas nos dan pánico. ¿Por qué?
No te engañes más. No te da miedo lo digital.
Te aterra la humanidad que habita en las entrañas de lo digital.
Lo tenemos delante. Una oportunidad más. Una jugada ganadora. ¿Sabremos hacerlo? Nuestra historia es un compendio de miseria y grandeza a partes iguales. Por eso la amenaza de los robots será como cualquier otra: tan desastrosa, tan maravillosa y tan apasionante como la vida misma.
Y tan digital y tan humana como nuestra ceguera quiera empeñarse en ver.