Hemos cambiado de año pero no de colonia. Nos rodea un vapor irrespirable de lejía que no se va a ir solo. De nosotros depende volver a un mundo normal, aunque sin duda diferente. Estamos en el tiempo de la lejía y queda mucho por delante.
Recuerdo comentar la noticia en la cafetería: “los chinos montan un hospital en diez días”. Por aquel entonces seguíamos sin entender que China ya estaba aquí, que en realidad somos una parte de China, que China somos todos y que ya nada es China o no-China. Y esa bofetada en crudo de lo que significa la globalización me la llevé bien pronto. Ya había decidido cambiar de maceta y trasplantar mis raíces a otro hospital, buscando un terreno más fértil para los sueños y siguiendo mi impulso clásico de complicarme la existencia sin necesidad. Cuando tuve todos mis planes perfectamente colocados, la vida decidió jugar a los bolos con ellos. En dos semanas y tres plenos, me encontré solo, subido a un escenario nuevo, con un cañón de luz apuntándome a la cabeza y delante de un público que necesitaba que hiciera bien mi parte para poder vivir. Lo de siempre, pero ahora no había ningún libro para empollarse el examen sorpresa de cada día.
Vino el caos. Mientras unos hacían kilómetros en el salón y respiraban por los balcones reconvertidos en branquias de ciudad, entré en un vórtice de incertidumbre, miedo y cansancio a partes iguales. Un complejo de información cruzada, constante, sin tregua. Lo que hacían los italianos y lo que decían los forenses chinos, el WhatsApp como nuevo oráculo, las redes a grito pelado y hasta mi madre compartiendo el protocolo del hospital de Fuenlabrada. Un disparate surrealista en medio de una batalla campal de infección. Correos, llamadas, muchos correos y más lejía, mucha lejía. Por todo, a todas horas, un vapor irritante sobre los restos de un desierto de desesperación para el que nadie nos preparó. Tal vez la palabra sea maremágnum o pandemónium, o sencillamente una puta y jodida locura, no lo sé, pero me sigue durando la resaca de ese baile imposible de cifras y letras.
—¿Estás llorando?
—No, es la lejía…
Meses extraños donde pasamos de héroes a villanos mientras se amontonaban los muertos y los parados difuminándose toda referencia de la dignidad humana. El desayuno de cada mañana eran las palabras rancias que dije ayer. Dejando aparcados en un armario de marzo cualquier futuro previsible. Tratando de consolar y buscando el consuelo. La consulta privada incesante a través del móvil de los amigos, familiares y allegados. ¿Qué hago? ¿De qué va esto? ¿Es verdad lo de la tele? Y en casa viviendo con un fantasma verde que nos secaba el alma a golpe de telediario.
Hasta que llegó el calor. Entonces la magia inundó de promesas el espacio y creímos salir de la pesadilla. ¡Que ya pasó, chavales! Venga, todos y todas de vacaciones. A disfrutar y nos vemos en septiembre.
Pero la lejía no se fue. En cada esquina acechaba la sospecha. Y la mente, inquieta y suspicaz, se olía la tostada.
—No, esto no se ha acabado, no puede ser tan sencillo.
La vocecita en forma de mascarilla seguía hablando en susurros durante un verano en el que dormí con un ojo abierto y otro cerrado. La ruina ya no se escondía y paseaba descarada por las calles vacías y hambrientas de turistas. Había encontrado su lugar y vino para quedarse. Y engordar.
Por una vez acerté. Tras el espejismo, vuelta a surfear otra maldita ola de este mar de lejía. Un mar que arrasó todo lo que se encontraba por delante. Con los centros de salud fuera de juego y los hospitales anegados, el resto del dolor, como un adolescente en celo, con los padres en el pueblo y sin fecha de vuelta, se está poniendo las botas.
—Es que me duele aquí…
—Ahórrese el rollo. O tiene la covid o vuelva usted mañana, amigo. Y en las UCIS, aforo completo. Adiós.
La segunda parte de la tragedia está bajo una alfombra donde nadie quiere mirar. Hay una bomba de relojería que nos va a explotar más temprano que tarde: la de todo lo que sigue esperando a que pase el autobús de la oportunidad. Y para mí que sigue en el taller con el motor roto.
Porque los dramas y los nacimientos siguieron su curso. Las emociones habituales pasaron a jugar en segunda regional sin motivo, como si la cotidianidad fuera de menor calidad, o despedir a los que se van porque se tuvieron que ir diera menos pena. Ahora que nos estamos quedando sin el precioso pegamento que hacen los abuelos y los nietos para sujetar el andamio frágil de nuestra cultura familiar y gregaria, es buen momento para darle a cada hora la atención que se merece y no olvidar que cada día hay una oportunidad para crecer un poco más. Que las plantas hay que seguir regándolas, que a todo se le puede poner una pizca de atención y que no hace falta inventar más problemas para salir del empacho que tenemos encima.
Y así empieza el nuevo año, justo en el punto donde acabó el anterior. La vida entiende de estaciones pero no de almanaques. Mucho mejor dejar ya el pensamiento mágico y aceptar que enero ni trae regalos ni se va a llevar nada. Que los meses y las fronteras nos van bien hasta que la realidad nos demuestra su falsedad. Que somos nosotros con lo que hacemos o dejamos de hacer, y la Ciencia, la bendita Ciencia que cuestionas desde tu iPad porque das por hecho que el internet que te mereces sale de las flores, la que nos va a sacar de este marrón. Sí, nosotros, los que hacemos lo que podemos o, si vamos de chulitos, lo que podemos, lo hacemos porque lo valemos. Nosotros, los que rezamos a los dioses mientras sacudimos a todo lo que huele a inteligencia. Nosotros. Ni 2021 ni los Reyes Magos, que bastante tienen protegiendo a los niños de las tonterías de sus padres.
El año de la lejía en realidad es el tiempo de la lejía. Queda mucho. El arreglo pasa (y estoy preparado para merendarme de nuevo este post con todas sus comas) porque funcionen las vacunas. Aquí no tenemos ni la disciplina oriental ni las ganas de tomar la penúltima en casa. Además, recuerda que desde la ventana de tu primer mundo no se divisa ni el segundo ni el tercero. Imagina cómo deben estar y cuándo les llegará la ayuda. Con o sin chís, de momento el verdugo tiene nombre y creo que no hace falta perder más el tiempo leyéndole los derechos. Vamos a ver si no la liamos ahora pegándonos con nuestros títulos de la Universidad de Twitter, aunque vistos los bares llenos de alegría y algunos sanitarios del Mediterráneo castigados sin turrón, viene un invierno duro y frío.
Avisados estábamos, avisados estamos.