La historia de la medicina se cuenta mal.
Hablar de Paracelso o de Ramón y Cajal, lo primero que se me viene a la mente, no deja de ser una aproximación en el tiempo que trata más bien de la evolución del conocimiento, pero no tanto de su ejercicio.
La figura del médico, desde aquellos cirujanos-barberos hasta el cibercirujano actual, se ha ido modelando y ha variado tanto en estatus como en reconocimiento. Desde el dios engominado llegado desde Yale para salvar unas vidas menos humanas que la suya, hasta el olvidado médico rural, tan básico y sencillo como la docena de huevos frescos que recibe de parte de sus clientes, pasando por el residente low cost de los hospitales universitarios: todos fueron variando su lugar en la sociedad, quizás más a la baja que al alza.
Hasta que llegó el día de autos y todo cambió.
Porque debió suceder en una fecha concreta. Tal vez un martes por la tarde, en algún despacho de moquetas mullidas y mesas de madera maciza. No existen datos fiables de cómo fue el proceso.
Lo que sí sabemos es que a partir de ese momento los médicos, los pacientes y todos en general, dejamos de ser personas.
Si uno lo piensa bien, la realidad se simplifica mucho dentro de un Excel. Allí no hay más que datos objetivos. Texto y números. Fórmulas, matrices, tablas. Y eso es controlable porque es medible. Sobre esa idea, importada del mundo empresarial y avalada por el éxito, se empezó a medir y contemplar todo el sistema de salud.
«Midamos para poder corregir lo que va mal»
Y es correcto. Si no mides de manera objetiva lo que estás haciendo y sus consecuencias en el tiempo, no podrás detectar ni resolver problemas. Obvio. Igual que los ingenieros del coche de Fernando Alonso no pueden basar el reglaje del motor en función de sus sensaciones, tampoco podemos saber si necesitaremos dos hospitales o cuatro resonancias. Hay que medir para decidir.
El problema es que la idea era tan buena y tan efectiva, que se nos olvidó el resto. En ese Excel gigante cabe de todo, menos lo humano. Así tenemos cada hospital, cada centro de salud, cada servicio, cada departamento, cada circuito… todo, todo está contenido en ristras infinitas de ceros y unos encadenados.
Con esa masa podemos hacer tortas variadas, en función de nuestras apetencias. Según cómo le digamos a la máquina, nos sale un Power Point con flechas o un Word de gráficos de barras super chulo.
Es genial. Bien pintado con colorines y logos, que no falten muchos logos. La foto del día y del último trimestre en un clic.
Y es muy cómodo, porque te permite concluir que hay que bajar la estancia media, por ejemplo, sin tener que mirarle a la cara a nadie, y menos a los que tienen que dar las altas para bajar esa estancia media.
Con datos. Con números precisos que no mienten. Como los señores esos de negro que a veces viene de Bruselas para cuadrar la caja. Es lo que hay, las mates son claras.
Y lo peor es que nosotros mismos ya nos hemos metido tanto en esta cueva alfanumérica que también nos hemos borrado del mapa. Por eso hablamos del paciente de la 522, o de esos médicos incompetentes de la privada o de aquellos ineficientes de la pública.
Como si eso de «la privada» o de «la pública» fuera algo tangible, concreto y real. Como si detrás de cada acto, de cada consulta, de cada proceso, no hubiera un número determinado de cuerpos y almas rodeados de más cuerpos, más almas y más excels.
Tratar, o tratarnos entre nosotros, como meros habitantes de un reino imaginario donde no se ven personas sino procesos.
La genialidad de nuestro tiempo. Y la soga que nos ahoga.
¿Pero, quién te vio, quién te dijo lo que te pasaba, por qué fue tan incompetente, por qué era ineficiente? ¿Qué tienen ellos que no tengas tú? ¿Sabes qué problemas tienen, quién les aplaude, quién les putea? ¿Cómo sabes que su decisión no hubiera sido la tuya en sus circunstancias?
La pregunta que no queremos hacernos es, en definitiva, quién y por qué. Y es que si introduces al incómodo factor humano de carne con emociones en el modelo, la cosa cambia. Y cambia tanto que ese excel verde tan pulcro y revelador sólo sirve para envolver medio kilo de ilusión carbonizada.
Ese fatídico día en que dejamos de ser personas empezamos el camino que nos ha traído hasta aquí, donde nos preguntamos por qué tanto desasosiego, tanto cansancio, tanto quemado y tanta tristeza.
Y seguimos mirando el ordenador. Y nada. No hallamos la respuesta. Porque estamos como Nasrudín, buscando las llaves debajo de una farola, pero no porque se nos hubieran caído allí, sino porque allí hay más luz.
Las llaves las perdimos en ese cuarto enmoquetado donde dejamos de ser personas. Y todo pasa por volver allí, encontrarlas, y hacer una nueva base de datos, pero con tripas y miradas. Pero es un lugar oscuro donde nadie quiere ir y además nos hemos dejado el tristómetro en casa.
Mejor seguir orbitando alrededor de la luz, como las polillas.
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