Son los denominados false friends: expresiones que tienen un significado determinado en un idioma, pero que, en otro, se interpretan de manera diferente por su parecido literal. Los clásicos constipation (estreñimiento, y no catarro) o dessert (postre, y no desierto) son buenos ejemplos de ello.
Cuando hablamos de digitalización, y en concreto de la digitalización en salud, nos encontramos a diario con situaciones que encajan perfectamente en este concepto, pero que de tanto uso y costumbre, se acaban asumiendo como definitivas e incluso hasta innovadoras, cuando no lo son en absoluto o, a lo sumo, suponen una mejora parcial en un proceso que dista mucho de ser óptimo.
Si empezamos por las conocidas peticiones electrónicas, donde un profesional solicita a un paciente una analítica, una primera visita con otro especialista o cualquier otra cosa, vemos que, finalmente, acaba imprimiéndose un papel que el paciente debe llevar en mano hasta el punto de extracciones o ante un mostrador de citación, por poner un ejemplo. Si seguimos, sabemos, pues lo hacemos a diario, que tras una hospitalización, el paciente recibe su correspondiente informe de alta en papel y, por si fuera poco, le recomendamos que lo ponga a buen recaudo por si lo necesita en el futuro, porque aunque haya obviamente una copia en el sistema de información del hospital, sólo será accesible por los facultativos autorizados del centro (quizás también por algunos otros de la misma comunidad tras sortear unos cuantos vericuetos digitales), pero no por cualquier profesional que en un momento dado lo necesite. Y, para acabar, yendo al límite y poniéndonos muy extremos, hagamos el experimento mental de quitar todas (sí, todas) las impresoras de nuestros hospitales y centros de salud y estaremos presenciando un apocalipsis sanitario sin precedentes.
¿Realmente esto es digitalización? ¿Esto es todo lo que podemos hacer?
No es cuestión de juzgar si los sistemas actuales son buenos o malos porque, aunque tendemos al maniqueísmo, la realidad es mucho más rica y compleja. Sin duda, estos sistemas, que con cariño llamamos informáticos, son más seguros y eficientes que la temible combinación de papel, bolígrafo y caligrafía médica. Ahora ya se entiende el informe (al menos el texto es legible), está claro lo que se pide en los análisis y, finalmente, sabemos exactamente a qué consulta hemos de dirigir al paciente. Sin embargo, hemos de entender que todo esto no es digitalización, sino hacer algunas cosas por ordenador, que es muy distinto.
La digitalización no ha de suponer la supresión per se del papel, que intrínsecamente no es tampoco ni bueno ni malo, sino, entre otras cosas, trascender la necesidad de un soporte físico para garantizar la fiabilidad del sistema. El problema no es el papel, sino la falta de confianza.
La analítica, la petición y el informe en papel nos hacen creer que tenemos más garantías de que se realice la extracción, de que no se pierda la visita o de que el paciente lleve consigo toda su información crucial. Nos quitan parte del cargo de conciencia de saber que no nos fiamos de que el circuito se ejecute sin un soporte físico y tangible. Y sí, es así, porque buena parte de los sistemas todavía no están diseñados ni preparados para ello.
El concepto fundamental aquí es la confianza, el estar seguro de que el sistema está concebido y diseñado para prever y subsanar los posibles errores y circunstancias que puedan acontecer. No es una situación esencialmente negativa, pero sí incompleta conceptualmente. Estamos viviendo una digitalización de juguete que de alguna manera sigue replicando (al igual que el esquema de las historias clínicas digitales) un proceso lineal tradicional que no se fía de sí mismo.
Sufrimos la falta de confianza de no estar seguros de si las cosas se van a hacer o no, y esos son precisamente los principales activos de valor que supone una digitalización de verdad: el control y la seguridad.
Si solicito una consulta o una analítica a través de mi gestor favorito, ¿por qué es necesario un papel? Debajo de esa petición, y sin que yo sea consciente de ello, se integra un proceso mucho más complejo que finaliza con los resultados de esos análisis accesibles para cualquier persona o sistema que deba trabajar con ellos. Es información que genera otra información sin necesidad de precisar un papel u otra intervención del usuario más allá de su consentimiento para la prueba en cuestión. Una información que debe ser accesible sin límites de espacio y de tiempo, descentralizada, y que es, además, propiedad del paciente. Desarrollos con tecnologías tan aparentemente lejanas como blockchain están llamadas a dar soluciones a estos problemas y generar activos de calidad que trasciendan las barreras espacio-temporales sobre las que seguimos anclados.
Estos false friends a menudo se interpretan como definitivos y son para algunos la demostración fehaciente de que «tanta informática y tanto ordenador al final nos da más trabajo«. Pero no es así.
Lo que nos da trabajo o no acaba de facilitarlo son los impostores digitales, estos artefactos incompletos que creamos y que forman parte de nuestro aprendizaje digital.
No nos castiguemos por ello, que hace apenas quince años no nos podíamos imaginar que tocaríamos pantallas para comprar un mueble o saber la opinión de nuestro youtuber de referencia mientras tomamos un café en nuestro restaurante preferido, al que llegué gracias al coche eléctrico que alquilé desde mi smartphone. Eso sí es valor digital.
La revolución digital la estamos viviendo en la calle y está llegando tarde a nuestros trabajos, pero es cuestión de tiempo y de abrir la mente al cambio, inevitable y necesario, hacia un futuro de más valor y de total confianza. Desaprender y trascender estos modelos centralizados que se nos han quedado obsoletos antes de tiempo es necesario. Quizás esta travesía del desierto era necesaria, quizás nuestra mentalidad de aprendizaje debe ponerse las pilas sí o sí, quizás ya estamos sufriendo la necesidad de un cuestionamiento diario de todo lo establecido. Quizás el futuro ya está aquí.
En cualquier caso, y como cierre, un mensaje fundamental: no nos quedemos en la superficie, que está llena de impostores.