El niño permanece casi oculto entre las mantas, asomando bajo el embozo la cara rosada y húmeda por la fiebre. Respira profundo y lento, como las horas que lo acompañan. Su madre, sentada en el borde de la cama, le acaricia los mofletes hinchados mientras susurra su nombre, intentando que despierte sin asustarlo. Tras varios intentos, abre los ojos muy despacio venciendo la pesadez de los párpados. La mujer le pone en los labios una jeringa cargada con un líquido denso y edulcorado, de color vivo, que el niño consigue tragar casi por instinto, para después volver al sueño que dejó a medias hace un momento. Le alisa el pelo, midiendo con la exquisita precisión de su mano de mamá el calor que desprende. Concluye aliviada que la temperatura empieza a bajar. Lo deja solo en la habitación, a media luz y con la puerta entornada.
Quizás el jarabe haga su trabajo, aunque siempre sospechó que parte de la magia estaba en las manos que lo daban y en la fe que ponían los enfermos en ellas. Como la leche caliente con miel de las abuelas o los caramelos de menta para la tos: mejor cuando se dan a escondidas en un ambiente clandestino. Esa suerte de pócima, esa medicina pura, que todos recordamos con regusto amargo y olor a botica. El remedio que todo lo cura, que se ingiere con resignación cada ocho horas. Para muchos tal vez sea la primera imagen, sin saberlo, de un acto médico, y el punto de partida de la necesidad de entender.
Ya en el salón, se recuesta en el sofá, rendida por no permitirse el descanso y poder mantener la vigilancia. Coge la novela a medio leer, la abre y revive a los personajes a partir de la última imagen estática que le quedó muda en la mente. Los sumerge de nuevo en la historia y los observa desde la distancia del lector. El libro la calmaba. No por evasión, ni por revelar alguna verdad oculta fundamental. Sencillamente, la lectura de aquellas páginas le hacía contactar con aquello que era lo más complicado: lo cotidiano fuera del hospital donde trabaja. Los protagonistas pasaban por las mismas tramas ordinarias que ella. Amores, desengaños, alegrías, frustraciones… Y ni siquiera ellos eran capaces de resolverlas de manera satisfactoria. Su vida, que interpreta, de manera inevitable, a través del filtro que le aporta la visión constante de la intersección entre el cuerpo y el alma, tal vez no sea al final un artefacto, puesto que alguien ha sido capaz de imaginarla y escribirla. Al menos en parte.
Pensó que las palabras que leía eran una especie de bálsamo, igual que el jarabe que acababa de darle al niño. Un jarabe de letras, que no necesita la fría prescripción facultativa, sin posología definida ni estudio científico que lo avale. Un fármaco en blanco y negro que trata problemas no descritos en los pesados libros de texto que sufrió con paciencia años atrás. Una formulación mucho más terapéutica para el fabricante, que pretende mitigar la incomodidad de enfrentar una vida sin respuestas o, más a menudo, con las preguntas equivocadas.
Dejó el libro a un lado. Silencio. Su hijo dormido y sin signos de alarma. Se dio permiso para cerrar los ojos unos segundos, los suficientes para rendirse, por fin, y soñar. Un sueño lúcido donde se vio encajando palabras hasta formar significados con los que componer todo aquello que su profesión, tan íntima, le ofrecía a diario.
Un mundo de pasillos llenos de prisa habitado por camillas que transportan dolor y esperanza a partes iguales. Ubicado sobre el puente que cruza de la vida a la muerte en más ocasiones de las deseables. De noches en vela y días en blanco. Donde lo humano se mezcla con el número y las máquinas juegan a ser corazones eléctricos. Aquí la estadística dicta sentencia sin entender de justicia alguna. Tratando de mantener encendida la lámpara del faro que guía, a través de la incertidumbre, a quien tiene clavada la cruz de la genética, el azar o las malas compañías. La crudeza y la ternura mezcladas en un tejido imposible de describir. Gritos, silencios, gestos, miradas. Todo junto, al mismo tiempo, cada día.
Despertó a los pocos minutos. Silencio. Inmóvil en el sofá, mirando al vacío, supo que debía crear su propio jarabe, un destilado del olor y la presencia de los recuerdos que quedan como inquilinos permanentes en la memoria. Sería bueno poder condensar todo ese mar interior en botecitos de desnudez. Quizás en ese intento lograra poner algo de orden en el caos, tan maravilloso como trágico, con el que convive por ser médico.
No hay una sola Medicina. Existe la experiencia médica, tan vasta e inabarcable que pretender reducirla implica no entender nada. Buscamos brújulas que nos orienten entre la niebla que lo rodea todo, tratando de hacer más confortable esta nube de probabilidad que es la vida.
Jarabe de Letras, que empieza aquí y ahora, no quiere ser más que un reflejo subjetivo, parcial e incompleto, de las inquietudes de un médico cualquiera que desde pequeño no hace más que buscar. Si te ofrece valor, si te identificas o te conmueve es que habrá merecido la pena. Si no, al menos me quedo con la satisfacción de haberlo intentado mientras disfruto del dulce sufrimiento de escribir.
Esta es mi casa. Está incompleta, inacabada y casi con los andamios puestos. No importa. La iré arreglando con el tiempo, a medida que vayamos creciendo juntos.
Gracias por leer y aportar.
Javier
🙂