No es primaria, ni secundaria, ni terciaria. Cuando las cosas no van bien es tentador buscar culpables en lugar de soluciones, pero de nada sirve echarle más fuego al monte quemado. Es cierto que llamas al centro de salud y no te cogen el teléfono. Es cierto que ni te miran ni te ven. Es cierto que hay una demora inaceptable.
Pero la culpa no es de «los de primaria».
Esas personas llevan años tapando las grietas del submarino donde trabajan, que se resquebraja sin remedio por una presión descontrolada y abismal. Lo hacen con una cinta aislante única hecha a base de voluntad, paciencia y desesperación en proporciones variables. Que sí, que vagos y maleantes los habrá como en todas partes, pero la mayoría ya no puede más con su mochila infinita, la que te regala el Ministerio de Sanidad al recoger el título de licenciado y que te capacita para hacer asistencia, docencia e investigación, siempre y a todas horas, estudiando y practicando metodología LEAN en los ratos libres y agradecido de poder irte a casa después de pasar la noche bailando con el lobo de las guardias.
Dejaron que la sociedad se adormeciera en la ilusión de que hay un médico para ti siempre y cuando lo necesites. Incluso mejor aún: siempre y cuando lo quieras tú. Esta idea en sí no es ni buena ni mala. Es una demanda natural en una sociedad que entiende la salud como un servicio más y que se está acostumbrando a la inmediatez de las cosas, exactamente igual que hace con la otra parte de la vida que aprovecha la digitalización como una oportunidad de crecimiento. Pero el sistema de salud no es el App Store. De hecho se parece más a una feria de temporada donde cada puesto va a su aire, hay que hacer cola si quieres churros y la entrada del tren de la bruja no sirve para montar en el pulpo mecánico.
Y así estaba el tema: aforo completo y cada vez más gente queriendo entrar a la verbena en una fila única, sea urgente o no, sea necesario o no, sea para subir a la noria o para perder dinero en la tómbola. Hasta que no estás dentro nadie sabe qué necesitas realmente. Una gran puerta de entrada que se ha quedado pequeña y obsoleta en estructura y en concepto. Pero ojo, que a los que están dentro ni les preguntan ni les dejan hacer.
Algunos insisten en que fueron los “recortes” los que causaron todo el lío, y sí pero no, o no del todo. Porque hay muchas cosas que recortar que nadie recorta nunca y otras que se dejan para mañana teniendo recursos pero faltando la voluntad mínima para cambiar algo. No se trata de tener más personal quemado, más hospitales ingobernables o más islotes a la deriva. Con el modelo actual es lo que hay. Invertir en mantener una bicicleta oxidada para viajar por la autopista no es una opción.
No perdamos de vista que ese era el escenario previo a la llegada del virus. Con la primera ola se desmontó lo que quedaba en pie, se apagaron todas las luces de la fiesta y la taquilla echó el cierre. Sirva de consuelo la excusa de que nadie la vio (yo el primero) y que nos pilló fuera de juego en un sistema que chirriaba desde hacía años. Vale. Pero, ¿después? ¿Qué hemos hecho después?
Ahora tenemos al personal de primaria muy entretenido haciendo rastreos, llamado por teléfono y mandando correos electrónicos, dando la falsa impresión de que esos médicos no quieren ver a sus pacientes desde el confortable calor de las salas de espera al fin vacías y en silencio. Pero no, es que literalmente no pueden. No dan más de sí y aunque quisieran no les dejan. No hay más.
Muchos están hastiados, cansados y defraudados. Si sienten tan abandonados como los pacientes a los que no pueden ver. Solos, aguantando la presa que se desborda. Solos, llorando cuando nadie les ve. Solos, contando las horas y buscando la toalla para tirarla en el momento menos pensado. Solos, silenciados, apartados. Solos, con una galería de recuerdos que quisieran poder borrar. Solos.
Me llegan sus pacientes cansados de esperar y de no obtener respuesta. Se quejan, no les atienden, y claro, tienen razón: no puede ser. Suerte de tener un seguro privado. Sí, suerte. Pero no, les digo. No es culpa ni de los de primaria, ni los de secundaria ni de los soldaditos a llevan años en la guerra luchando con tirachinas de juguete. No caigamos en el error de señalar a los trabajadores que aguantan con muchísimo dolor todo el peso del sistema y que, además, parece que juegan en segunda división por no tener todos los chismes luminosos de los hospitales. Me niego a aceptarlo: son profesionales como la copa de un pino atrapados en un ecosistema de puro infierno y plenamente conscientes de que nada de esto está bien.
Vale, dije que no iba a buscar culpables, así que no hablaré ni de políticos ni de otros idiotas ambulantes. Aportemos lo que esté en nuestra mano como ciudadanos ejemplares para contribuir a la causa. La mascarilla, la distancia, las manos, los geles, la educación, el respeto. Todo eso toca ahora. No tengo una fórmula ni soy capaz de decir qué hay que hacer cuando uno no se encuentra bien y el sistema comunica. Ni yo, ni los currantes que, recuerden, están en el mismo barco que el de la sociedad a la que intentan servir con su trabajo. No es idealismo de todo a cien ni palmaditas en la espalda: es la realidad que estamos viviendo desde que despertamos de aquel sueño lejano donde éramos libres y felices sin saberlo.