Seamos claros: el principio de neumonía no existe
Cuando alguien sostiene que el paciente tiene un principio de neumonía, ¿qué quiere decir exactamente? Porque una neumonía, se tiene o no se tiene, igual que una fractura de cadera, y nos parecería poco serio decir que, al parecer, “usted tiene un principio de hueso roto”, ¿verdad?
Analicemos lo que se esconde detrás de este tipo de afirmaciones, que tiene su miga, y muy sabrosa.
De la enfermedad al lenguaje
La descripción de conceptos fisiopatológicos (las alteraciones en el funcionamiento normal del organismo) no siempre es fácil. El lenguaje es una herramienta por naturaleza limitada. Aspirar a transmitir absolutamente todo lo que ocurre durante un acto médico, y además con elegancia y simpleza, es una tarea imposible. No obstante, siempre se puede hacer un esfuerzo y, sin caer en tecnicismos pedantes, hilar un texto mínimamente comprensible, coherente y con sentido, que nos informe sobre lo que le está ocurriendo al paciente y qué estamos haciendo al respecto. Preocupa cada vez más el poco interés que se muestra en esta profesión por el lenguaje y, lo que es peor, la tendencia flagrante a retorcer el significado de las palabras con el único propósito de construir todo un muro defensivo y nebuloso que evite que nos pillen en un renuncio, como puede ser un diagnóstico erróneo o un pronóstico que no se cumple. Es un fenómeno interesante que merece la pena analizar, pues quizás encontremos algunas pistas sobre cómo se vive y se entiende este trabajo y dónde podemos poner el foco para mejorarlo.
Pero vayamos al grano.
Los tres escenarios
Podemos encontrarnos con al menos tres situaciones detrás de afirmar que alguien tiene un principio de “algo” que por naturaleza es o no es:
-Una mala gestión de la incertidumbre;
-La justificación de una acción;
-La justificación de la omisión de la acción.
1-Una mala gestión de la incertidumbre
En primer lugar, queda claro que el compañero en cuestión no sabe si el paciente tiene la neumonía o no, lo que no tiene nada de particular porque es algo frecuente: muchas veces ni la clínica ni las pruebas son determinantes. Sin embargo, el problema es la incomodidad que le genera esa incertidumbre, que evita admitir la ignorancia (no es agradable), y la de tomar decisiones sin tener la confirmación objetiva del diagnóstico (por ejemplo, sin una radiografía claramente patológica que soporte la sospecha clínica de neumonía). Nuestro médico no ha entendido que, en realidad, el diagnóstico médico se basa en un ejercicio básico de razonamiento y análisis de probabilidad condicionada, por lo que tiene que manejar, asumir, y no esconder, esa incertidumbre. De hecho, ha de aprender a gestionarla.
2-La justificación de una acción
Siguiendo con lo anterior, con esa afirmación se pueden justificar determinadas acciones que serán menos cuestionadas o aceptadas con más facilidad. Si expresa lo que en realidad tiene delante (por ejemplo, que el paciente probablemente sólo tiene una infección respiratoria viral), y no se siente cómodo dándole el alta de urgencias o no administrándole el antibiótico que los familiares le demandan (cosa que ocurre con frecuencia), puede sentirse tentado a nombrar algo (la neumonía) que justifique un ingreso o pautar antibióticos. No dice que tiene una neumonía, sino un principio, un ente indefinido que puede evolucionar o no a esa entidad definida.
Todos somos susceptibles a la presión en mayor o menor grado y nuestra mente es débil e influenciable, así que lenguaje se convierte en un escudo protector muy apetecible. Y hay que estar en ese campo de batalla para entender lo que sucede; más que un juicio de valor, hagamos un acto de reflexión en positivo y entendamos lo que pasa en nuestras cabezas. Este tipo de mecanismo es generalmente inconsciente: pensar como cierto algo que, por diferentes motivos, nos conviene. Sí, todos lo hacemos.
3-La justificación de evitar una acción
Vayamos un poco más allá de la neumonía y adentrémonos en auténticas arenas movedizas. El tercer punto, justificar no actuar. ¿Qué quiero decir con esto? Tomemos un poco de perspectiva y analicemos qué pretendemos comunicar exactamente cuando definimos una enfermedad.
Con frecuencia nos encontramos en escenarios clínicos donde las enfermedades son más enrevesadas y escurridizas que una neumonía, y necesitamos de una serie herramientas que nos ayuden a detectarlas y categorizarlas. Una de esas herramientas son los denominados criterios de clasificación o los criterios diagnósticos, algunos objetivos y otros subjetivos, que permiten afirmar que un paciente tiene una determinada entidad o condición fisiopatológica. Para hacernos una idea, sería como enumerar una serie de requisitos necesarios para determinar que un determinado objeto es una manzana. Tendría que ser un vegetal, una fruta, tener semillas, etc. De esta manera podemos clasificar algo como “manzana” y no como “libro”.
Existen muchísimos criterios para definir y clasificar enfermedades. El lupus eritematoso sistémico (una enfermedad autoinmune) o las endocarditis infecciosas (infecciones del corazón) son ejemplos de ello. Si el paciente cumple un número estipulado de criterios definidos, decimos que tiene esa condición y actuamos en consecuencia.
Si cumple criterios de manzana, será una manzana, así que podemos hacer con ella una tarta de manzana.
Sencillo, ¿verdad? Pues no.
En realidad, también aquí hablamos de probabilidad. En concreto, y simplificando conceptos, de dos parámetros que a los clínicos nos interesan mucho: la sensibilidad (la probabilidad de tener la enfermedad si cumple unos criterios determinados) y la especificidad (la probabilidad de no tener la enfermedad si no cumple esos criterios). Si hemos definido como criterios de manzana vegetal, fruta, y verde, un kiwi podría considerarse una manzana sin serlo, pero no un plátano o una manzana roja. Por eso es importante tener un número suficiente de criterios válidos para que no se nos escape ninguna manzana y que no se nos cuele en nuestra cesta otra cosa que no sea una manzana. Sensibilidad y especificidad de andar por casa, con permiso de los matemáticos.
Lo que decimos cuando alguien cumple los criterios de una enfermedad es que es casi seguro (extremadamente probable) que el paciente tenga esa enfermedad y no otra, por lo que es correcto actuar en consecuencia y proceder a su tratamiento o a realizar un determinado procedimiento complejo que no estaría justificado en otra situación.
Asumimos que es una manzana y procedemos a hacer una tarta (encender el horno, hacer la masa, etc.)
Pero, ¿qué ocurre si el paciente no cumple los seis criterios de una enfermedad? ¿Qué pasa si tiene cuatro? ¿Podemos decir que está sano, o que no está enfermo, y que no podemos ofrecerle nada? Pues aquí está una de las partes más bonitas, a mi juicio, de esta profesión.
El médico tendrá que decidir qué hacer, en base a su conocimiento, su razonamiento y su experiencia, entendiendo que generalmente estos criterios son imprescindibles para hacer estudios clínicos, pero no para intentar ofrecer un tratamiento específico a esas personas, basado en la fisiopatología, en los procesos que están alterados en el organismo, y no en el nombre de la enfermedad.
Por eso a veces oímos que “usted tiene un principio de tal entidad, pero que todavía no se ha manifestado del todo”, o similares. Recuerden que el principio de neumonía no existe. Seguramente se trate de una situación donde se cumplen parte, pero no todos, los criterios que se han establecido para definir una enfermedad. No se consigue el grado aceptable de sensibilidad y especificidad suficientes para incluir al paciente en un ensayo o en un estudio clínico. En investigación es fundamental que todos los pacientes cumplan esos criterios y nos aseguremos de que estamos estudiando una enfermedad única, o si no, no podremos extraer conclusiones válidas. Si hacemos un estudio sobre el sabor de las manzanas, debemos tener sólo manzanas y no peras o plátanos. Pero para tratar a alguien que tiene un problema de salud, la ausencia de criterios no debe condicionar la ausencia de atención, y en realidad, las enfermedades, al definirlas, las conceptualizamos, sin que tengan que ajustarse necesariamente a nuestros parámetros mentales. Si miramos con detenimiento, el señor Pérez tiene la enfermedad de Pérez, que se aproxima seguramente a algo que conocemos como “neumonía” o “lupus”, lo que nos permite actuar en consecuencia.
Quiero dejar claro que lo que deja entrever este uso indefinido y ambiguo del lenguaje son un conjunto de sesgos y concepciones erróneas que todos, y yo el primero, tenemos en mayor o menor medida. El primer paso para resolver un problema es identificarlo y aceptarlo, por lo que el objeto de este análisis no es cuestionar la validez personal o profesional de nadie, sino entender dónde está el origen para resolverlo.
El lenguaje, y en concreto la escritura, es un buen ejercicio de introspección y de análisis de estos procesos, y estoy seguro que escribir con propiedad nos puede ayudar a crecer como profesionales de la salud que somos.