Hijo: créeme si te digo que no soy un hombre malo. Mi trabajo consiste en tomar decisiones que a veces no pueden ser ser ni justas, ni buenas, ni las mejores. Tal vez sólo sean las únicas posibles. Sigo siendo el mismo al que despedías por las mañanas con el miedo de no verle más; el que volvía por la tarde con el alma descompuesta; el que tuvo que hacerse una piel de plástico y una careta de tela para esconderse de la muerte y sobre el que te recostabas al anochecer mientras disimulabas, a duras penas, el terror que provocaba un enemigo sin rostro e invisible que ni tu mente de niño podía entender ni mi cabeza de adulto aceptar.
Igual que antes no era una una estrella cuando me aplaudían, ahora tampoco soy un demonio cuando me insultan. Hace muchos años hice un juramento que no olvido y llevo en los ojos una brújula que siempre distingue, a su manera y con mis sesgos, el bien del mal. Tu padre es algo más que una máquina de analizar datos y apretar botones; me duele cada dolor que no puedo evitar y me siento como un miserable cada vez que fallo.
Como la mayoría de los que estábamos allí, ni más ni menos.
¿Sabes que muchos no volvieron a casa para cenar? Yo fui afortunado. Se dejaron la vida buceando en un mar enloquecido porque había que sacar del agua a todos los que se hundían sin remedio. Un naufragio despiadado donde hicimos más de lo que creíamos posible. Y te aseguro, querido mío, que no estábamos satisfechos, porque no fue suficiente. Nunca lo fue. No los salvamos a todos. No pudimos. Un día entenderás que cuando el compromiso forma parte de tu forma de vivir, pesa más un sólo fracaso que todos los logros.
Mira hijo: de la vida, las personas hacemos relatos. Así aprendemos, así nos enseñamos. Y así somos los humanos, nada más que animales que se cuentan historias. Y nos gusta adornarlas. Pintarlas, añadir detalles, quitar otros. Hasta que una historieta maquillada nos gusta un poco más que la versión original, o hasta que aparece una cantinela más agradable o menos indigesta o, como verás que ocurre casi siempre, hasta que armamos un artificio que queremos vender a los demás.
El poder del relato es inmenso, pues es el que modela el pensamiento, y luego el pensamiento forma la creencia y la creencia te lleva a la acción. Haz que alguien se crea tu relato y lo llevarás a que haga lo correcto…, pero lo correcto según tu película, claro.
¿Ves por dónde voy?
Quiero que sepas que vas a oír muchos cuentos. Sobre mí, sobre ti, sobre todos. Este que te escribo, es el mío. No es el mejor, ni será el verdadero, porque cada uno tiene el suyo. Pero cuando los escuches, abre bien los oídos. ¿A qué te suena? ¿Cuál es la canción de fondo? ¿De miedo? ¿De culpa? ¿De ellos contra nosotros? ¿Te ilumina? ¿Qué te aporta? ¿Qué te enseña?
Nunca te fíes del relato que crea un culpable a tu medida, del que busca asustarte para que te entregues, del que ahora te premia y luego te castiga, del que te masajea los prejuicios, del que nunca duda y todo lo acierta. Nunca creas a un cocinero que jamás se cortó con un cuchillo, ni al experto que tiene la solución perfecta y sencilla a los problemas del pasado, ni al que separa a los buenos de los malos con su vara monocroma de una verdad retorcida.
Pero, sobre todo, no te creas el relato que pone en duda la nobleza de quien es capaz de mirarte a los ojos y decirte que no tiene respuestas después de toda una vida haciéndose preguntas. Escucha a los que salían llorando de los hospitales, a los que volvieron del más allá tras ser atendidos por extraterrestres con escafandra, a los que estaban detrás de una mampara clavada a la cara ayudando a que otros respiraran. Escucha siempre a los que no esconden las cicatrices, a los que confiesan que se cayeron, a los que pensaron mil veces en tirar la toalla pero aun así siguieron, a los que daban un paso hacia adelante cada vez que la realidad les mandaba al suelo. En cada ambulatorio, en cada casa, en cada enfermería, en cada llamada, en cada rincón donde el único perfume era la lejía. Cada sí y cada no es una pieza clave en este laberinto en el que nos hemos metido sin querer.
Escucha las palabras de los que nunca hablan, de los que aman el silencio, de los que callan sin otorgar. Y escucha, escucha a todos los que estuvieron allí dejándose el corazón para que cada persona pudiera conservar su tiempo.
No, hijo. No soy un hombre malo. Si de algo estoy seguro es que con mis errores y mis defectos, con mis miserias y mis contradicciones, no soy un hombre malo. Tampoco seré el mejor: que tenga miedo a que no me creas es algo que me va a costar perdonar a aquellos que ahora, cuando escupen sobre la máquina de escribir, me van a poner en lo alto del pararrayos para recoger el dolor, la ira y la rabia del pueblo al que dicen servir. ¿Ves? Si ni siquiera yo soy capaz de olvidarme de la bilis cuando hablo desde las vísceras, imagina a los que tienen la conciencia secuestrada en la cárcel podrida del desprecio.
Hijo: aprende a leer, aprende a escribir y aprende a mirar.
Tal vez sea el mejor consejo que te puedas llevar de mí; un hombre que tal vez no fue bueno, pero que nunca, nunca, nunca, fue malo.
Para todos aquellos a los que los nuevos relatos van a hacer dudar de su integridad como personas y como profesionales.
Nunca. Ni hablar. Un pueblo que no cuida ni a maestros ni a cuidadores no tiene más destino que el fracaso.
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